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"En cada libro que se abre por primera vez hay algo de "caja fuerte forzada". Sí, es exactamente eso, el lector frenético es como un ladrón que se ha pasado horas y horas cavando un túnel para acceder a la sala de las cajas fuertes de un banco. Cuando la alcanza, se encuentra frente a cientos de ellas, todas idénticas, y se pone a abrirlas una por una. Y cada vez la caja fuerte, abierta por fin, pierde su anonimato y se vuelve única: una contiene cuadros, otra, fajos de billetes, otra, joyas o cartas rodeadas por una cinta, grabados, objetos sin valor... Hay algo embriagador en el hecho de abrir una nueva, de descubrir que contiene [...] Efectivamente, un lector compulsivo es un conquistador. Y considera que las letras impresas que a él se ofrecen bien valen las que Alejandro, Gengis Khan, Tamerlán o Napoleón conquistaron, que son al menos tan fascinantes y ricas como las otras y que, en todo caso, exigen menos destrucción inútil, crueldad y sangre derramada. El título de un libro leído (¿conquistado?) ya no tiene nada que ver con lo que representaba anteriormente. Luego, el libro va a vivir su propia vida en nuestra memoria, muchas veces, caerá en el olvido, pero también puede desarrollarse de manera autónoma, la intriga puede transformarse, el final puede dejar de tener algo que ver con el que el autor escribió, su longitud puede modificarse radicalmente [...] Nunca habría imaginado, al releer Anna Karénina veinte años después, que la suerte de Alexéi Alexándrovich Karenin me iba a emocionar más de lo que me iban a apasionar los exaltados de la bella Anna por Vronski, a diferencia de lo que ocurrió la primera vez [...] ¿Y cómo y dónde lee?. En todas partes y en cualquier posición, sentado, de pie, por qué no caminando, aunque lo ideal sigue siendo tumbado, como si la postura permitiera al texto descender algo mejor al cuerpo..." (pág. 58-61)
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