"Mario Conde siempre había amado los libros -y siempre los amaría, más aún cuando el destino, en una voltereta inesperada de la historia, lo llevó a vivir de ellos y convertirse en comprador y vendedor de libros viejos como alternativa de supervivencia en un país donde, durante años, en medio de la Crisis más asoladora, apenas se luchó por atravbesar las horas álgidas de cada día y llegar vivo al siguiente. Como lector primero, como aspirante a lector después, y como mercader bibliográfico en los años más recientes, había disfrutado de los libros, los había buscado y hasta soñado con algunos de ellos, tanto como había soñado con el beisbol [...] Su memoria, tan llena de nostalgias, recuerdos y otras alimañas que ocupaban abultados espacios físicos en sus maltratadas neuronas, reservaba un sector limpio y bien iluminado para los lastres más duraderos de las lecturas en las cuales se había enfrascado durante los últimos veinte años de los treinta y cinco de existencia a los que había arribado por aquella época [...] En todos aquellos años de aprendizaje que se convirtieron en amor por los libros y, finalmente, en una adicción capaz de hacerle concebir el sueño de que sería o podría ser, o le gustaría ser escritor -y que terminarían con el paso desastroso del sueño al intento real de la escritura y hasta la publicación en una revista escolar que nunca superaría el número cero- [...] -Un día, cuando tenía dieciséis años, un bibliotecario cojo me dijo que la lectura me ayudaría a ver el mundo con otros ojos... " (fragment pàg. 41-44)
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