divendres, 1 de març del 2013


El movimiento de renovación es el único que permite la vida humana: esa delicada, aventurada y estimulante empresa que sólo puede ya organizarse desde la verdad de los horizontes ideales que son capaces de alumbrar a los hombres que la inventan.
La filosofía de Epicuro intentó sentar las bases desde las que pudiera vislumbrarse un paisaje, nuevamente humano, para los ojos y un suelo más acogedor para el propio y maltratado cuerpo [...] Frente a la mística de las palabras vacías, de los consuelos imposibles, de los premios o castigos de otro mundo, para que los desgraciados se olvidasen de éste, Epicuro levantó la firme muralla de un mensaje revolucionario. Con ello alumbró, de una luz distinta, la democratización del cuerpo humano, el apego a la vida y a la pobre y desamparada carne de los hombres, entre cuyos sutiles y misteriosos vericuetos alentaba la alegría y la tristeza, la serenidad y el dolor, la generosidad y la crueldad. Y, sobre todo, imaginó una educación y política del amor, única forma posible y esperanzada de seguir viviendo [...] La cultura del cuerpo, de la mente, de las palabras; la moralidad de las instituciones en que los hombres se educan y que había servido otras veces para darles miedo a la vida, y enseñarles la resignación y el abandono, fueron propuestas epicúreas. Además, el epicureísmo nos puso en camino de superar, desde una revolucionaria idea de la existencia, la doble moral, la doble o múltiple verdad, bajo la luz que se levantaba desde el reconocimiento real del cuerpo, de su libertad y de su forzosa y solidaria instalación en el mundo. La historia del pensamiento iba a comenzar a ser la lucha por realizar, paso a paso, ese ideal. Emilio Lledó (fragment de la presentació)


"El origen de todo acto humano, de toda reflexión, de todo contacto con la realidad es la ineludible certeza de la sensación. Ella es el principio de todo criterio de conocimiento, que pone su inconfundible seguridad en el principio de toda vida y de todo saber. La vuelta a lo sensible, a lo que la reducción a lo sensible puede aportar a la existencia, es, por consiguiente, el mejor criterio de verificabilidad que la naturaleza nos ofrece. Esa vuelta al cuerpo nos enseña, entre otras cosas, que él es el sustento de toda cultura, de toda historia, de toda sociedad. La mayoría de nuestros afanes y nuestros deseos, revestidos, muchas veces, de teorías y justificaciones morales, encierran, más o menos sublimado, el innato peso del egoísmo, que nos hace gravitar siempre sobre la defensa de nuestro propio ser, de nuestro ser real y, a veces, de nuestro ser imaginado. Pero el criterio de "reconocimiento" corporal no es "ideológico" ni implica, en ningún momento, el reencuentro con un trasnochado materialismo. En primer lugar, porque esas viejas divisiones de materialismo o espiritualismo, por ejemplo, aunque tienen una cierta justificación en las palabras de la cultura, no tiene la más mínima consistencia en los hechos de la naturaleza. No hay, en este caso, primacía del cuerpo, porque todo es, según Epicuro, cuerpo, y porque esa entidad que la cultura también ha inventado, como resultado de maravillosos procesos de reflexión, de creación, está constituida por átomos más finos, más sensibles, más sutiles y que "desde luego, cuando se disgrega todo el organismo, el alma se dispersa y no tiene las mismas facultades, ni se mueve, de modo que ni es capaz de sentir... Conviene, además, darse cuenta de que lo que llamamos incorpóreo, según la acepción más usual del término, sería lo que se peinsa en sí mismo. Pero no es posible pensar en lo incorpóreo, como no sea en el vacío. Y el vacío no puede obrar ni padecer, sino que sólo permite a los cuerpos el movimiento a través de él. De modo que los que califican al alma de incorpórea hablan por hablar. Porque si fuera así, no podría obrar ni padecer, mientras que nosostros vemos muy claramente que estas cosas son propias del alma" (Epístola a Herodoto 65-67)
(fragment pàg. 88-89)