"La androide se volvió y encaró al recién llegado. Era Yiannis. Como casi siempre le sucedía con él , experimentó una sensación contradictoria. Yiannis era el único amigo que Bruna tenía, y ese peso emocional a veces le resultaba un poco asfixiante.
- Hola Yiannis, ¿qué tal?
- Viejo y cansado.
Lo decía de verdad y lo parecía [...] El coraje es un hábito del alma, decía Cicerón. Yiannis se había agarrado a esa frase de su autor favorito como quien se sujeta a una rama seca cuando está a punto de precipitarse en un abismo. Llevaba años intentando desarrollar y mantener ese hábito, y de alguna manera la rutina del coraje se había ido endureciendo en su interior, formando una especie de esqueleto alternativo que había logrado mantenerlo en pie. Habían pasado ya cuarenta y nueve años. Casi medio siglo desde la muerte del pequeño Edú, y aún seguía llevando las cicatrices. El tiempo, claro está, había ido amortiguando o más bien embotando la insoportable intensidad de su dolor. Eso era natural, hubiera sido imposible vivir constantemente dentro de ese paroxismo de sufrimiento, Yiannis lo entendía y se lo perdonaba a sí mismo. Se perdonaba seguir respirando, seguir disfrutando de la comida, de la música, de un buen libro, mientras su niño se convertía en polvo bajo la tierra [...] Cuando el viejo Yiannis recordaba ahora al Yiannis veinteañero jugando y riendo con su crío, era como si rememorara [...] Yiannis sabía que, en los cuarenta y nueve años transcurridos, todas y cada una de las células de su cuerpo se habían renovado. Ya no quedaba ni una pizca orgánica original del Yiannis que un día fue, nada salvo ese hálito transcelular y transtemporal que era su memoria, ese hilo incorpóreo que iba tejiendo su identidad [...] Dejar de recordar destruía el mundo. Por eso, porque siempre sintió esa vertiginosa desconfianza hacia la memoria, decidió convertirse en archivero profesional. Y por eso de cuando en cuando intentaba acordarse de Edú de verdad, desde dentro. Cerraba los ojos y procuraba reconstruir alguna escena lejana. Visualizar una vieja habitación; sentir el calor de la tarde; escuchar el silencio, oler... y entonces ver al niño durmiendo en su cuna [...] El recuerdo llegaba desde el pasado como un rayo y atravesaba a Yiannis haciéndole llorar. Llorar de dolor, pero también de gratitud, porque de alguna manera, y por un instante, había logrado no ya rememorar a Edú, sino volver a sentir que un día estuvo vivo." (fragment pàg. 43-49)
- Viejo y cansado.
Lo decía de verdad y lo parecía [...] El coraje es un hábito del alma, decía Cicerón. Yiannis se había agarrado a esa frase de su autor favorito como quien se sujeta a una rama seca cuando está a punto de precipitarse en un abismo. Llevaba años intentando desarrollar y mantener ese hábito, y de alguna manera la rutina del coraje se había ido endureciendo en su interior, formando una especie de esqueleto alternativo que había logrado mantenerlo en pie. Habían pasado ya cuarenta y nueve años. Casi medio siglo desde la muerte del pequeño Edú, y aún seguía llevando las cicatrices. El tiempo, claro está, había ido amortiguando o más bien embotando la insoportable intensidad de su dolor. Eso era natural, hubiera sido imposible vivir constantemente dentro de ese paroxismo de sufrimiento, Yiannis lo entendía y se lo perdonaba a sí mismo. Se perdonaba seguir respirando, seguir disfrutando de la comida, de la música, de un buen libro, mientras su niño se convertía en polvo bajo la tierra [...] Cuando el viejo Yiannis recordaba ahora al Yiannis veinteañero jugando y riendo con su crío, era como si rememorara [...] Yiannis sabía que, en los cuarenta y nueve años transcurridos, todas y cada una de las células de su cuerpo se habían renovado. Ya no quedaba ni una pizca orgánica original del Yiannis que un día fue, nada salvo ese hálito transcelular y transtemporal que era su memoria, ese hilo incorpóreo que iba tejiendo su identidad [...] Dejar de recordar destruía el mundo. Por eso, porque siempre sintió esa vertiginosa desconfianza hacia la memoria, decidió convertirse en archivero profesional. Y por eso de cuando en cuando intentaba acordarse de Edú de verdad, desde dentro. Cerraba los ojos y procuraba reconstruir alguna escena lejana. Visualizar una vieja habitación; sentir el calor de la tarde; escuchar el silencio, oler... y entonces ver al niño durmiendo en su cuna [...] El recuerdo llegaba desde el pasado como un rayo y atravesaba a Yiannis haciéndole llorar. Llorar de dolor, pero también de gratitud, porque de alguna manera, y por un instante, había logrado no ya rememorar a Edú, sino volver a sentir que un día estuvo vivo." (fragment pàg. 43-49)
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