dissabte, 21 de gener del 2012

1961


"Andrés se apartó del caballete y entornó los párpados para mirar el lienzo. Dobló el cuerpo hacia adelante y estiró el cuello en dirección a la tela. Se diría un camello de zoológico alargando la noble testa para recibir un terrón de azúcar. En la mano izquierda, blandía la paleta -con los viscosos gusanillos de la pintura enrollados, alargados o aplastados en la superficie-; entre los dientes sostenía cinco pinceles. Vio algo sobre la tela, se enderezó sonriendo y con sumo cuidado extrajo de la boca uno de los pinceles. Lo embadurnó, aplastando la cola del gusano verde, del gusano blanco y del gusano rojo; garabateó sobre la paleta, adelantó una pierna. ¡Ahora sí parecía un pintor: la estatua de un pintor! Si se viera (y Andrés se "veía" constantemente mientras trabajaba), no tendría inconveniente ninguno en marmoreizarse y pasar a la posteridad en esta actitud agregia.
Andrés se burlaba de muchas cosas y de no pocas personas, pero de nadie con más fruición que de sí mismo. ("Si me encontrara por la calle con un tipo como yo, le partiría la cara", le dijo más de una vez al cuello de su camisa) Permaneció en esta postura unos segundos; la idea de la estatua le había distraído. No estaría mal eso de erigirse un monumento. Se esculpiría tal como ahora estaba: la pierna avanzada, el brazo arqueado, enarbolando el pincel como si fuera un florete; un aire entre fiero y melancólico en los ojos... y en la frente la chispa del genio.
Dejó con dolor de pensar en sí mismo y se concentró en su trabajo. Sigilosamente, como un cazador de insectos que quisiera atravesar con un alfiler un coleóptero largo tiempo deseado, se fue acercando a la tela sin hacer ruido; posó el pincel en el punto justo, lo retiró enseguida i exclamó:
-¡Ya lo tengo!
Después se tumbó en el divan y encendió un cigarrillo..."
(fragment pàg. 18-19)