El març té trenta-un dies
i tres-centes fesomies.
(refrany)
"Sin embargo no he encontrado todavía alguien a quien rendir cuentas. Ahora mismo te rendiré cuentas de aquella primavera que fue tan seca. La radio soltaba chispas al captar la electricidad estática. La ropa se erizaba al soltar la electricidad del cuerpo y el peine levantaba los cabellos imantados; era una dura primavera. Estaba exhausta del invierno y brotaba eléctrica. Desde cualquier punto donde uno estuviese partía hacia la lejanía. Nunca se había visto tanto camino. Hablamos poco tú y yo. Ignoro por qué todo el mundo estaba tan enfadado y electrónicamente aptp. Pero ¿aptp para qué? El cuerpo pesaba de sueño. Y nuestros grandes ojos, inexpresivos, como ojos de ciego cuando están bien abiertos. En la terraza estaba el pez en su acuario y tomamos un refresco en aquel bar de hotel mirando al campo. Con el viento llegaba el sueño de las cabras; en la otra mesa un fauno soilitario. Mirábamos el vaso de refresco helado y soñábamos estáticos dentro de un vaso transparente. "¿Qué es lo que has dicho?", preguntabas. "No he dicho nada.". Pasaban días y más días y todo en aquel peligro y los geranios tan rojos. Bastaba un instante de sintonización y de nuevo se captaba el estático zarpazo de la primavera al viento, el sueño impúdico de las cabras y el pez vacío y nuestra repentina tendencia al robo de frutas [...] Yo percibía un primer rumor como de un corazón latiendo bajo tierra. Colocaba suavemente el oído en el suelo y oía el verano abrirse camino por dentro y mi corazón bajo la tierra... y sentía la paciente brutalidad con que la tierra cerrada se abría por dentro como en un parto, y sabía con qué peso de dulzura el verano maduraba cien mil naranjas y sabía que las naranjas eran mias. Porque yo quería. Me enorgullezco de presentir siempre los cambios de tiempo. Hay algo en el aire; el cuerpo avisa de que vendrá algo nuevo y me alborozo del todo." (fragment pàg. 72-74)
"Harry se detuvo ante la libreria de la esquina. Vio que entre los vólumenes antiguos habían colocado dos pequeños cuadros, ambos paisajes: el primero, una calle en pendiente cubierta de nieve medio derretida y flanqueada por algunas casas bajas; una luz color rubí (una lámpara humosa tras una ventana) era toda la iluminación del extraño y desolado crepúsculo, que parecía de ceniza, ocre y hierro. El segundo representaba un jardín casi silvestre un día primaveral: el fresco verdor, las flores, el cielo azul poseían una exuberancia extraorinaria, de una calidez y una riqueza que no eran de aquel país, pero que a Harry le pareció reconocer, reencontrarlas en el recuerdo. Indudablemente, pensó sintiendo una impresión confusa pero intensa, había visto en algún sitio, en un sueño o durante la infancia, aquellos sombríos cielos de marzo, de los que la nieve cae a ráfagas, y aquellos jardines caóticos, invadidos por las flores de un breve pero sofocante estío. Se hizo visera con la mano, como para proteger los ojos de una luz demasiado fuerte, porque el recuerdo (si es que era tal y no un sueño) le producía una mezcla de felicidad y tristeza, no sabía por qué. Del mismo modo que ciertos rostros, ciertas casas desconocidas despiertan en la memoria un eco a un tiempo melancólico y dulce, como si nos reencontráramos con los testigos de una vida anterior. No, no era un sueño, sino una realidad lejana, olvidada hacía mucho... Ahora volvía a ver aquellos días de marzo de su tierra, en los que, mientras la tormenta de nieve se abate sobre la ciudad, protegidos tras los cristales dobles, los primeros jacintos, nuncios de la primavera, empiezan a florecer. Tenía la sensación de percibir de nuevo su aroma, unido en su memoria al de la tarta de cumpleaños. Había nacido en marzo [...] Harry se volvió hacia el segundo cuadro. Los cálidos días estivales, la campanilla del vendedor de helados, las flores aplastadas bajo los pies, estrujadas entre las manos, demasiadas flores y hierba... Un perfume excesivamente suave, que confunde y adormece la mente; una luz excesiva, un crudo resplandor, el canto de los pájaros en el cielo... Era un encuentro con su tierra, con su pasado. Aunque entró en la libreria instintivamente, presa de un inexplicable pudor no pidió ver los cuadros de inmediato, sino que se entretuvo cogiendo, entreabriendo, acariciando libros al azar." (fragment pàg. 127-129)
"En Santiago, el Peregrino cerró la puerta de su oficina en las dependencias del palacio arzobispal y salió a la plaza del Hospital. Las tiendas de campaña de los indignados seguían ocupando el centro. Habían pasado las elecciones municipales, pero mucha gente continuaba acampada en las plazas para reclamar mayor participación en los asuntos públicos y una democracia más directa y plena. Algunos turistas subían los peldaños de la escalera que salvaba el acusado desnivel desde la plaza hasta el ras del suelo de la nave de la catedral. Se detuvo un momento, se persignó y decidió entrar en el templo [...] Una pulsión de culpa y pecado le atormentaba el alma. Durante casi cuarenta años, desde que fuera ordenado sacerdote, había trabajado por la iglesia de Galicia, y dados sus conocimientos administrativos, había pasado, con el tiempo, a ocupar un puesto burocrático en las oficinas del arzobispado; de eso hacía ya más de quince años.