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"Hace casi cuarenta años que llegué a este lugar por primera vez [...] La casa era blanca, como todas las de aquí. Incluso las tejas estaban encaladas para resistir el tórrido calor del verano [...] Reconocería la voz de esa mujer hasta el lecho de mi muerte, una voz penetrante y aguda. Hablaba el dialecto de la isla, que en opinión de de los isleños es una lengua, pero que en realidad es una variante del catalán. A menudo sopla en la isla la tramontana, y con idéntica frecuencia el xaloc. Junto con los demás vientos, todos ellos portadores de bellos nombres, han contribuido a que los isleños hayan desarrollado una lengua dura, que rebota, con la que son capaces de hablar contra el viento, una lengua que suena a fragmentos de tiestos de barro arrojados a un barreño de zinc. El menorquín leído es una lengua bellísima, una lengua antigua. Es como si estuvieras leyendo una epístola medieval, sobre todo cuando el texto se refiere a temas feudales [...] El agua se denomina aquí aigu, un nombre que la transforma en una sustancia distinta [...] Menorca ha sido ocupada por pueblos de todo el mundo, los íberos, los fenicios, los romanos, aragoneses y los catalanes. Y del norte de África y de la Andalucía islámica llegaron los árabes. Mucho tiempo después, también los holandeses pasaron por Menorca. Los franceses tuvieron aquí una guarnición. Finalmente desembarcaron los ingleses, que dominaron medio mar Mediterráneo gracias al importante lugar estratégico que ocupaba la isla [...] Menorca es pródiga en piedras, y, desde hace siglos, la única manera de eliminarlas para labrar los campos es extraerlas de la tierra y construir con ellas los muros usados como cercas que recibe el nombre de "paret seca" . Seca porque en su construcción no se emplea ningún tipo de aditamento. Puede que haya cien mil muros de esta naturaleza en la isla..." (pág. 22-27)
Cees Nooteboom
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